domingo, 24 de octubre de 2010

REENCUENTRO


BRUJAS


Apenas acababa de dormirme cuando sonó el despertador. Maldije en silencio la gélida eficacia de su estruendo metálico y sin darme tiempo para buscar un receso, puse un pie sobre el suelo de madera. El derecho.
Tenía la maleta a medio hacer, como de insana costumbre, y a contra reloj, fui recogiendo ropa del suelo y de algún que otro montón escondido entre los muebles. Mientras repasaba mentalmente en el taxi el contenido de mi equipaje, me percaté de que había pecado de optimista. Si en Madrid el mes de Marzo avanzaba con lenta parsimonia climatológica, en Brujas debía de hacer un frío considerable.
-¿Se va muy lejos?
-Depende…
Pensé que si por mi fuera, bien podría irme a la Conchinchina, pero por suerte o por desgracia, no hay vuelos directos al escapismo, así que me resigné a la inevitable conversación del taxista.
Eran las cinco de la mañana, una hora intempestiva y destemplada, perfecta para un inicio o un final, pero definitivamente incómoda para un punto y seguido.
Porque así veía yo mi vida, como una sucesión de párrafos desertados por la emoción y la aventura. Una prosa espesa y aburrida dónde no cabía ni la luz ni la esperanza.
Las luces del aeropuerto sacudieron mi letargo, y ante la perspectiva de un café y un paseo por el duty free, me sentí más animada y más persona. Adoro cambiar de perfume cuando viajo, es la oportunidad perfecta para reinventarme, para llenarme de nuevos y más felices propósitos.
Nunca había estado en Brujas, o más exáctamente, nunca había pasado una noche allí. Estuve unas horas hace años, en aquel inter-rail frenético y accidentado, dónde las ciudades pasaban por mi retina como los postes pasan por la ventanilla de un tren. Recuerdo que iba con dos amigas, y que toda mi obsesión era no quedarme sin monedas sueltas para llamar a Mario.
Como prueba de lo primero, tengo una foto a contraluz en la que se adivinan tres adolescentes en bici. El sol ilumina el agua de un canal, y mi sonrisa esta más pendiente del manillar que de la cámara. Como prueba de lo segundo, se con certeza que aquella tarde Mario no estaba en casa. Mi memoria es así. Una castigadora nata.
Todavía tenía el olor a café metido en el sistema cuando alcancé la sección de cosméticos. Entonces, como impulsada por un estímulo invisible, mis movimientos se hicieron ágiles, y en poco menos de tres minutos estaba en el baño rociándome de perfume.
Curioso como la mente funciona por su cuenta. Aquella esencia, largamente descartada, era la que utilizaba cuando salía con Mario. Ahora, al sentir su caricia en las partes visibles de mi piel, llegaban a mi alma otros olores de mucho más difícil acceso. Olores que no se venden en las tiendas, y cuya búsqueda puede robarnos años de vida.
Mario recién afeitado, Mario echándome en la cara el humo de un cigarro, soplándose el flequillo, prestándome su camiseta usada…en fin, un monográfico.
Incómoda por tanta nostalgia, decidí cargar contra la suerte y estirar mi tiempo en la terminal. Si no compraba pronto una novela policíaca estaba condenada a revisitar mi historia con Mario durante el vuelo. ¡Y solo Dios sabe lo gastado que estaba ese recuerdo!
El personal de Brussels Airlines, siempre impecable, me miró con rencor y no se lo reprocho. Afortunadamente soy una pasajera rápida y no me atasco entre paquetes. Aquel avión tan sólo despegó con un retraso de cinco minutos.
Más difícil fue congratularme con mi vecino de vuelo, un ejecutivo azul marino que sacudió tres o cuatro veces su rolex en mis narices. Ajena a su descontento, comprobé con gusto que mi asiento en primera era largo y cómodo, y sin ningún remordimiento, aparté la novela policíaca, cerré los ojos y me dejé seducir por Morfeo. Eran las seis de la mañana, y por un momento, creí sentir la mirada de Mario velándome el sueño.



No son horas. A estas horas es imposible funcionar como una personilla.
Tenía el cuerpo como un sonajero y si movía el cuello por sorpresa, el ruido podía escucharse en la fila de atrás. Corrijo, en la de atrás no. Mi fila era la última. Sabía que me iba a sentar a rayos pegarme ese madrugón pero Charín insistió tanto en aprovechar el día que terminé cediendo, discutir con ella era un ejercicio cansino que nunca conducía a nada. Me pregunté porqué en aquella relación siempre acababa cediendo yo, y no me gustó la respuesta. Por eso decidí no pensar y procuré distraerme con el entorno. Los pasajeros iban acomodándose lentamente, muy lentamente. El tráfico humano en los pasillos de un avión siempre me trae la imagen visual de una manada de hipopótamos en fila india. Y no precisamente por que los pasajeros estén siempre gordos, más bien por la torpeza de sus movimientos a la hora de encajar paquetes, abrigos y demás familia en la balda superior de sus asientos. Respiré hondo. Llegaría a Bruselas a las ocho y media…y con un poco de suerte podríamos almorzar en Brujas. Me apetecía muchísimo conocer esa ciudad, tan alabada y tan coqueta, tan bella, incluso en Internet.
Charín habría madrugado todavía más que yo y estaría esperándome en el aeropuerto…
Entonces la vi. Y por un instante eterno se me paró el corazón.
Estaba igual, todo lo igual que mi prudente distancia acertaba a descifrar. La misma mirada altiva, la misma soltura cosmopolita para llegar la última, sentarse la primera y sonreír al aire, como si todos estuviéramos esperando una reverencia en lugar de una disculpa.
Vestía de negro, como siempre, y exhibía una media melena que se balanceó con gusto en el reducido espacio del avión, mientras el aire que movía traía a mi memoria un montón de recuerdos febriles.
Ahí estaba, ajena a todo, pero sobre todo ajena a mi: la mujer que más había querido en este mundo. Defendiendo su vida, una existencia que por muy imposible que me pareciera en ese momento de cruda lucidez, ya nada tenía que ver con la mía. Suspiré bien alto y descarté por goleada la idea de echar una cabezadita. La intriga, la curiosidad, el morbo, y un montón de sensaciones contradictorias acababan de dar un exitoso golpe de estado en mi cerebro.
Cuando por fin aterrizamos, ya había tomado una decisión. No pensaba saludarla, y aparte de la tregua concedida a las dos horas de vuelo que tardó el avión en alcanzar Bruselas, tampoco tenía intención de pensar más en ella.  Demoré todo lo que pude mi salida. No hizo falta que me aplicara mucho, Sener estaba en primera, yo, en la última fila.
Además, si la vista no me engañaba, y mi intuición no me la jugaba, no había facturado. Saldría como un rayo hacía su destino, otra vez y para siempre, distinto al mío.
El aeropuerto de Bruselas huele a chocolate. Movido por este aroma y por una tentación velada que no me atreví a precisar, decidí comprar una caja de pralines para Charín. A modo de sorpresa agradable. Elegí los de frambuesa. El sabor preferido de Sener.
Dulce y armado busqué a Charín. Ni rastro.
No eran horas, pero ya llevaba tres cafés y opté por alentar la espera con una cerveza de trigo. Mala idea. Sener había llegado para quedarse.
No ocurrió lo mismo con mi cita real. Cuando estaba pidiendo la segunda Hoegaarden un pitidito absurdo me explicó que Charín no pensaba llegar a Bruselas en el inmediato futuro.
Había recibido una llamada urgentísima y no podía moverse de Londres en unos días. Lo sentía en el alma y prometía compensarme con creces por el plantón y por el muy poco elegante modo de comunicármelo.
Obstinado, marqué su número, pero como me temía, estaba apagado. Adiós Charín, bienvenida Sener.
Con dos cervezas en el cuerpo, una maleta vieja llena de jerseys de lana, y mucha mala leche, me dije que ya estaba bien de aguantar tonterías.
Quería conocer Brujas. Y pensaba seguir adelante con el plan, sólo o con leche. No me costó nada encontrarme sentado en un tren cargado de estudiantes, y en poco menos de una hora conversaba amigablemente con el recepcionista de mi hotel. El mío, el que acababa de elegir yo. Cuatro estrellas. Casco histórico. Nada que ver con la desasosegante tacañería de Charín. 



Eran casi las diez de la mañana cuando cogí el segundo taxi del día. Brujas exhibía un cielo alto y azul, salpicado de nubes inquietas que se dejaban mover por un viento frío que de vez en cuando olia a leña. Estaba a punto de estrenar una de ésas mañanas que anticipan la primavera, y que en su promesa de cambio, siempre llegan cargadas de expectativas.
Cuando crucé el umbral del coqueto Hotel Pand, la perspectiva de un día dedicado a gestionar las emociones que regala la belleza me llenó de buen humor. Decidí retar al todavía frío viento del norte y pedí un desayuno en la terraza. La chimenea aún dormía en el salón principal, pero yo sabía que cuando llegara la noche alumbraría como un faro mi bien ganado camino a la mullida cama de mi suite.
De pronto, una imagen fugaz desordenó mi mundo interior. Hubiera jurado por mi vida que entre las sombras del hotel se movía la de Mario. Fue sólo un destello, una visión robada a la esquina de mi ojo derecho, pero estaba segura de haber visto cómo se soplaba el flequillo mientras recogía su llave y se perdía en ese otro mundo, fuera ya del alcance de mi retina.
Olvidé el último sorbo del café, pero al llegar a recepción, su rastro era sólo un dudoso recuerdo. Y sin embargo…
Perdida en un pasado con vocación de futuro, deambulé por las estrechas callejuelas medievales dejándome atrapar por el gozoso afán por el detalle que exhibe la ciudad. Aquí un callejón de apetecibles contornos, allá los guiños de un canal, más adelante un seductor café perfectamente integrado en una placita mecida por el tranquilo ronroneo de los parroquianos.
El laberíntico trazo del casco antiguo, un Dédalo de lustrosos adoquines color plata, permitía que el sol jugara caprichosamente al escondite entre el musgo y el ladrillo de aquellas fascinantes fachadas de cuento.
Un paseo emocionante, que sin proponérselo, me estaba llevando a un rincón sagrado de mi memoria. Un territorio repleto de sueños, virgen de ásperas realidades, dispuesto a ganar la batalla del porvenir.
A lo lejos divisé la Torre Hallen, pero decidí aplazar un poco más la impactante estampa de la Plaza del Mercado. Casi sin pensar, volví sobre mis pasos y opté por dejar que mis recuerdos fluyeran libres de la mano de alguna exquisitez del lugar.
A pesar de la penumbra del local, y de mi empeño por no usar gafas tardé un minuto en reconocerle.
Ahí estaba Perico, encogido y despeinado, atento solo a la pantalla de su portátil. El mejor amigo de mi hermano nunca se caracterizó por sus dotes sociales, pero aquel día, a aquella hora, la distancia o la casualidad le insuflaron un toque de cortesía, y más por el que por mí, acabamos compartiendo mesa y mejillones.



Sabía que el hotel tenía una espléndida piscina cubierta, así que sin apenas deshacer la maleta me encontré chapoteando en el líquido elemento.
No podía dejar de pensar en Sener. ¿Seguiría oliendo a vainilla? ¿Seguiría siendo tan suave? Ah, la información…¡Qué tormentosa puede resultar! Por primera vez en mucho tiempo sabía que estábamos en el mismo país, y sin yo quererlo, ese pensamiento me arrastró sin remedio a otro mucho más brusco.
La última vez que la ví fue en Londres, en su casa. Llevaba una falda gris muy corta y al cruzar las piernas dejaba entrever un liguero negro. Sin embargo, yo estaba sentado en su salón para despedirme. No quería irme, pero en aquella ocasión el miedo era más fuerte que ella, su sonrisa, su liguero y su promesa de amor eterno.
Adiós para siempre. Quería vivir mi vida, y no la suya. Quería sentirme fuerte, libre, aventurero y ganador. Con ella ya había perdido. No estaba dispuesto a volver a perder.
Y sin embargo no quería irme. Y cuando a ratos, su fantasma se cuela en mi rutina, no puedo evitar imaginar qué hubiera sido de mi, si aquella tarde de Noviembre no le hubiera dicho adiós en Londres. Y a ratos, sospechó que me equivoqué. Y de nada vale decirme que el amor me hubiera destrozado. Por que ¿Qué era exactamente lo que me estaba destrozando ahora? ¿Su ausencia? ¿Ese terreno baldío de emociones a medias, dónde nada importa de verdad?
Pensé en Charín, tan recta, tan previsible, tan deportista, tan abrumadoramente aburrida. Tan opuesta a Sener.
Estaba claro que el agua me estaba refrescando la memoria.
En el último momento rescaté una bufanda del fondo de la maleta, y pregunté en recepción por el horario de los botes que surcaban los canales. Me sentía muy acuático, y había leído en alguna parte que la mejor forma de admirar la ciudad era viéndola desde aquellas serpentinas de agua por las que antaño había desfilado la mejor lana de Europa.
Acunado por el apacible bamboleo de la barca, jugué a situarme en la Edad Media, la época dorada de la urbe, por aquel entonces, uno de los principales enclaves comerciales europeos. Imaginé  artesanos y vendedores, plazas y mercados, olores de otras tierras, orfebres y damas de compañía. Imaginé a Sener con un vestido largo y verde, oscuro como el fondo de los canales, paseando erguida entre callejas y palacetes.  Su pelo negro estaría recogido por un turbante de seda y yo la esperaría en aquel balcón por ejemplo, ése desde el que se divisa el cruce de puentes…
Para cuando llegué a la Plaza del Burg y me planté ante la deslumbrante fachada de la Basílica de la Santa Sangre, yo ya me había hecho mucha por no saludar a Sener en el avión. Cargado de reproches, me colé en el templo, llevado quizá por la tonta creencia de que dentro podría silenciar mis insultos.
Pero no.
Despistado, caminé sin rumbo y finalmente opté por llenar mi estómago de algo que no fueran collejas emocionales. Y entonces volví a verla.
El extraño movimiento de su tobillo al pasar inexplicablemente justo por delante de la pierna del camarero, y forzarlo a tirar por los aires una bandeja llena de jarras de cerveza, me convenció de que definitivamente era ella. Nunca he conocido a nadie capaz de provocar juntos tantos accidentes en cadena. Miré alrededor, seis o siete comensales se limpiaban con la servilleta.
Sener pidió disculpas un par de veces, y siguió conversando con su acompañante. Como si tal cosa.
Su acompañante.¡Qué idiota era! A juzgar por cómo la miraba el ínclito, seguro que era algo más que un acompañante.
Describí una parábola perfecta y volví a la calle. A la mierda.



         Mientras el pobre Perico intentaba contarme por enésima vez cómo funcionaba aquel programa impronunciable, mi atención languidecía por momentos, y mi cuerpo campaba por sus respetos. De repente, un camarero tiró una bandeja por los aires, y a juzgar por la cara de perro que puso al recogerla, en algún punto que se me escapa yo debí de haber colaborado en el asunto. Pedí disculpas y al girarme creí volver a verlo.
Estaba enloqueciendo, y tenía que librarme de Perico cuanto antes. Su peroratada sobre aquel maldito programa me estaba haciendo ver visiones. Finalmente conseguí pagar y despedirme, no sin antes recibir otra mirada asesina del camarero. ¿Por qué no se fijan al andar? En mi experiencia el mundo es un lugar traicionero, dónde las cosas se mueven de sitio, y al final siempre tropiezas con alguna. En fin.
Mario. Tenía que encontrar un sitio dónde pensar en él sin interferencias. Y opté por explorar la mágica calma del Beguinario de Brujas. Ya no existen beguinas, esas mujeres trabajadoras que entregaron su vida a Dios sin renunciar al mundo, pero entre las encaladas fachadas de sus edificios, todavía se respira una paz de balsámicos efectos.
¿Por qué no había vuelto a llamarle? Porque me había dejado. ¿Por qué me había dejado? Porque se fue con otra. ¿Por qué seguía pensando en el? Porque…era inevitable. Igual que los pájaros vuelan, o los caballos relinchan, yo estaba ligada a Mario por un hilo invisible que mi voluntad era incapaz de cortar. Lástima que el no notara sus tirones.
Estaba cansada. Muy. El aire era fresco y el cielo seguía siendo azul, pero en mi corazón se anunciaba tormenta. Apoyada contra una pared casta y anónima, lloré por mis ilusiones rotas.
Aún podía recordar cómo se recortó su silueta contra la mortecina luz londinense de aquella tarde de otoño. ¡Clac! sonó la puerta, y sus pasos emprendieron una vida sin mi.
Desde entonces nadie ha conseguido conmoverme. Nadie ha vuelto a acariciarme el alma. Han pasado trenes; mercancías, cercanías, y hasta es posible que alguno de alta velocidad, pero ninguno paraba en la estación del magnético relámpago de su sonrisa.
Historias que no dejan recuerdos, momentos peligrosamente reciclables. Nada que ver con Mario, con ese modo suyo de descolocar mi mundo y hacerlo brillante, único y a veces cegador, cargado de metas por alcanzar y sueños por cumplir. ¿Habría conseguido el cumplir los suyos? ¿Aquellos que se fue a buscar sin mi?
Estaba segura de que le había visto, y sin embargo…¿por qué se me escapaba esa certeza? Me estremecí ante la idea de volver a verle. Una idea fetiche y recurrente, que desde hacía años me animaba a arreglarme por las mañanas, a ser mejor en mi trabajo, a ser amable y dar las gracias, a no culpar a la suerte de mis errores, a no descuidar mis hábitos…a esperar su vuelta. Porque en el fondo, tenía el convencimiento de que aquel camino que me había obligado a recorrer sin el, no tenía más destino que devolverle una Sener más completa, una persona mejor.
Decidí regresar al hotel. Las primeras farolas estaban encendidas y regalaban su chispeante luz amarilla a los escasos viandantes que disfrutaban del mágico espectáculo nocturno que ofrece Brujas. Una princesa a punto de dormirse que asoma su cara blanca a los canales en busca del barco que le traiga a su enamorado.  
Resignada a no contar tampoco con el mío, opté por hacer más llevadera la espera en el hall del hotel. Un whisky de malta frente a la chimenea me instalaría en el sopor necesario para pasar una noche más de soledad. 

          

           MacCallan 18 años, mucho hielo y una jarra de agua.

¡Al menos sus gustos seguían siendo los mismos! Caros y extraños, aunque pensándolo bien, seguro que aquella marca de whisky y aquel modo de beberlo eran lugar común en bares de hotel como ese. Y el raro era yo, o al menos, el intruso en un mundo cargado de aves de paso que buscan refugio frente a una chimenea que ni siquiera saben encender.
Y ahí estaba ella, acurrucada y sola frente al fuego, dejando que su vista paseara desganada por una novela inglesa de mil páginas y letra diminuta. La hubiera situado sin esfuerzo en cualquier sarao de altos vuelos, pero el destino me devolvía a una Sener pensativa y melancólica, un punto expectante.
¿Con quien pensaría reunirse?
Dos o tres parejas entraron en el bar y no pude evitar preguntarme qué hubiera hecho de encontrármela con Charín. Pregunta inútil e irreal, porque mi vida anterior ya se estaba diluyendo, y el único futurible que conseguía abrirse paso en mi desordenado cerebro era el de un reencuentro con Sener. La silueta de su espalda apoyada contra el sillón orejero comenzaba a dibujar una puerta de seductores contornos.
Habían pasado muchos años desde la última vez que miré en el fondo de sus ojos, pero de alguna región desconocida de mi alma surgía el imperioso deseo de volver a hacerlo.
Pedí un MacCallan 18 años, y lo hice bien alto, para ver si con un poco de suerte mi voz le arrastraba a la orilla de aquel viajero solitario que compartía sus gustos. Sin embargo, el oleaje interno de Sener silenció mis palabras. Desde mi observatorio espía vi como su cuerpo se sacudía y como acompañada por un sollozo ahogado, abandonaba abruptamente su puesto frente a la chimenea para perderse tambaleante en la penumbra de un largo pasillo.
En ese momento llegó mi MacCallan y con él, el hielo y el agua, y como si alguien me los hubiera tirado por encima, me quedé petrificado en mi escondrijo.



         Imposible seguir bebiendo, imposible exhibirme con estos ojos, imposible pretender que todo va bien. Imposible no pensar en el. Y todo por culpa de un olor que parece perseguirme desde que he llegado a Brujas. Un aroma que no se vende en las tiendas.
La noche llegó pronto, pero amenazaba con no irse nunca. Protegida por el suave edredón de plumas, pensé por enésima vez en lo triste del lujo solitario. Era un bucle recurrente en mis viajes, un pensamiento parejo al arte de apreciar la correcta textura de una moqueta o el perfecto acabado de un grifo. Y sin querer queriendo, recordé las escasas ocasiones en las que Mario y yo habíamos tenido oportunidad de viajar. Desde fondas de muy mal pelo, hasta un deslumbrante tres estrellas escondido en el Pirineo.
Todos convertidos en lujo superior por obra y gracia del calor de su risa, la cercanía de su cuerpo, y la promesa de sus palabras. Suspendida en su memoria pasaron los minutos, y entonces, un destello de luz se coló impetuoso por un resquicio de las cortinas. Atrapada por su embrujo, me acerqué a la ventana y divisé como a lo lejos una pequeña embarcación arrastraba un aire lleno de risas que cortaban el frío de la noche.
Eran las cinco de la mañana, una hora perfecta para un inicio o un final, muy mala para un punto y seguido. Envuelta en todas las prendas de abrigo que se colaron en mi maleta, inicié una muy postergada peregrinación.
Desde aquel muelle apenas iluminado por las primeras brumas del alba, la ciudad parecía envuelta en papel de seda. Me encendí un cigarro y esperé. En el canal, un cisne se desperezaba elegante y un par de turistas japoneses desafiaban al frío con una videocámara. A lo lejos, el trajín de las primeras furgonetas de reparto traía ráfagas de cotidianidad a aquel refugio encantado.
El espejo del canal permitía intuir el boceto de un horizonte de mágicos contornos. Brujas se desperezaba indolente, y el sol, harto de esperar, amanecía de improvisto en el estaño colorista de una balconada perdida.
Me levanté despacio y me dirigí al canal. Una silueta negra recortada contra un festival ocre de ladrillo. Me quité el sombrero y acerqué mi rostro al agua.
Y allí estaba su sonrisa. Intacta, eterna e irrompible. No, no estaba soñando. Podía tocarla con la mano.



         Lo llamaré intuición, porque de otra manera no podría explicarlo. Cuando Sener salió corriendo del bar de recepción no le seguí los pasos. Ni siquiera pregunté en el hotel por su número de habitación. Me quedé un rato largo saboreando mi MacCallan, investigando a qué sabía su soledad. Sospechaba que tras ese pequeño ritual se escondían muchos otros, noches idénticas de chimenea sin calor, absorbida por un mundo lejano que parecía escapársele cada día un poco más.
Quería vivirla por dentro antes de ir a buscarla. Quería rescatarla, encender un fuego para los dos.
A las cinco de la mañana el eco de unas risas estrellándose contra las paredes del canal me devolvió a la vida. Todavía aturdido por mi baja tolerancia al alcohol, salté de la cama y me lavé la cara con agua helada. Mis pasos ya resonaban en el empedrado cuando mi cerebro empezó a quejarse por lo absurdo de su movimiento. Pero ya era tarde. Ningún atisbo de adquirida sensatez iba a pararme.
Sener miraba al canal mientras con un brazo se abrazaba las rodillas, con el otro, la chusta de su cigarro cortaba el alba en mil figuras imposibles. Hechizado por ése rastro rojo me acerqué a ella, me senté a corta distancia y esperé.
Brujas amanecía perezosa, y Sener continuaba inmóvil. El agua susurraba cosas que yo no podía entender y el cielo parecía desenvolver un regalo muy esperado.
Sener se levantó y se acercó al agua con paso firme, se quitó el sombrero y se sacudió el pelo. Solo entonces acercó su rostro al canal, y en su reflejo se dibujó una sonrisa. La sorprendida sonrisa de una princesa que recién salida de un maléfico conjuro descubre atónita y alborozada cómo el tiempo no ha marchitado su belleza.

3 comentarios:

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